Si hay un personaje épico en el mundo del comic, ese es Corto Maltese (Corto Maltés). Nacido de la mano y la imaginación de Hugo Pratt. La primera y exitosa aparición de este héroe de leyenda sucede en 1967 con el tebeo de título «La balada del Mar Salado», que convierte a Corto en un mito y a Pratt en un referente cultural en todo el mundo. A partir de aquí las aventuras de este marino se suceden, pero su primera historia se convierte en un referente que es reeditado continuamente. Unas veces para darle color a una aventura que nace en negro y blanco, otras, la última, para darle más relevancia a la edición añadiéndole páginas introductorias escritas por el mismísimo Umberto Eco.
Pero Hugo Pratt, que nos abandonó en 1995, dejó una novela escrita y de póstuma publicación, en la que al igual que su paisano Gepetto, dota de vida y biografía a este Ulises de los mares del sur. Le construye una vida posible y pausible que no puede llevar otro título que el repetido «La balada del Mar Salado», editado en castellano en el año 1996 por Muchnik Editores.
Hugo Pratt decide quién es y de dónde viene este marino aventurero tocado por una linea de la fortuna hecha por si mismo. Para padres elige a un marino inglés y una gitana andaluza. Su lugar de nacimiento será la Isla de Malta y dará apellido al personaje, pero Hugo Pratt, decide que Corto Maltese pase su infancia en las callejas de la judería cordobesa y en el patio de los Naranjos, y que su casa esté en la Calleja de las Flores. Dicen algunos que uno es natural de donde pasa sus primeros años, ya que las impresiones de ellos quedan marcadas en nuestra personalidad hasta el final. Pero además para Corto esto es doblemente verdad, pues es en el patio de los Naranjos donde sucederá un episodio que marcará su sino. Una gitana que le lee la palma de la mano, le descubre que carece de linea de la fortuna. No pasará el día sin que Corto Maltés se la dibuje con una navaja de afeitar de su padre.
LA BALADA DEL MAR SALADO
La historia comienza cuando un marinero de Cornualles desembarca en Gibraltar y conoce a una hermosa gitana de Sevilla. Y prosigue en la ensenada de La Valeta. Una casa de patio porticado y enrejados de hierro, entre St.John Street y Kingsway, asiste al nacimiento del hijo de ambos la mañana del 10 de julio de 1887. Del padre, se dice que desapareció frente a la costa chilena de Iquique, que dio con sus huesos en Adelaida tras una turbia reyerta, o aún que fue asesinado en el río de las Perlas. La madre, sin embargo, tomó casa en la Judería de Córdoba para criar al pequeño. Sus primeros juegos frente al Guadalquivir menudearon con la instrucción del rabino Ezra Toledano. Un día, junto a la Mezquita, una amiga de su madre se encaminó hacia el muchacho, a la sazón casi un adolescente, para echarle la suerte. Cuál no sería su sorpresa al comprobar que carecía de línea de la fortuna. Sin dudar, el chico corrió a su casa en busca de la navaja de afeitar que fuera de su padre. Y con ella trazó una línea sobre la palma de su diestra. Poco después, Toledano se lo llevó a la escuela judía de La Valeta. Corto Maltés -así se le conocía- apareció cinco años más tarde, en 1904, en pleno enfrentamiento ruso-japonés en Manchuria, acompañado por el entonces joven periodista Jack London; a los 26 años fue rescatado en el Pacífico tras haber sido atado a unas maderas y arrojado al mar por una tripulación amotinada. Y desde entonces y durante el primer cuarto de este siglo, erró por más puertos que cualquier otro aventurero.
Os pongo aquí unos fragmentos del libro, en los que el escenario es la ciudad de Córdoba.
«Hacía calor; un sol límpido y vibrante caía con saña sobre las palmeras, el jardín de naranjos y las piedras del muro que lo rodeaba. El naranjal ocupaba todo el lado sur de la mezquita de Córdoba y, por fuera, las plantas continuaban el tupido bosque de columnas del templo. Mientras el alto muro contribuía a reforzar el aislamiento, un cielo de un azul perfecto le hacía de bóveda.
El aire estaba completamente inmóvil, pero cargado de electricidad, como si una pincelada de brillo hubiera avivado los colores, o el frotamiento de unos dedos hubiese liberado sus aromas. Corto Maltés entró en el jardín después de cruzar la catedral y recorrió despacio la sucesión de arcos árabes blancos y rojos, hasta que se detuvo a mirar los cuerpos disecados de los cocodrilos que colgaban como trofeos. Era un niño de diez años.
Con paso decidido se dirigió a la fuente; estaba acalorado, había corrido un buen trecho y estuvo bebiendo con avidez. Después recogió agua formando un cuenco con las manos y se mojó el rostro bronceado. En ese preciso instante comenzó a sonar una melodía lejana. Primero se oyeron los acordes de una guitarra; eran sonidos muy lentos, aislados, salpicados de pausas, que se incrustaban con precisión en el aire inmóvil. Después, desde el fulgor tórrido, le llegó como un espejismo la voz acongojada, melancólica, perdida en el tiempo y la distancia.
Corto quedó muy impresionado; se pasó la mano mojada por el pelo y se lo echó hacia atrás, luego se alejó de la fuente. Levantó ligeramente la barbilla y se detuvo; tratando de no oír ni el ruido del agua ni el de las cigarras, entornó los ojos y concentró toda su atención en aquella melodía para adivinar de dónde provenía. Venía de las callejuelas de la judería y hacia allí se dirigió siguiendo aquel sonido como si fuera un perfume, una llamada, una guía.
Echó a andar despacio, arrastrando las sandalias por las callejuelas desiertas y los patios repletos de flores multicolores. A esas horas tan calurosas de la tarde no se veía un alma, sólo algún que otro gato que se alejaba insinuándose perezosamente entre las macetas de flores.
La melodía comenzó a guiarlo con más decisión, se hacía cada vez más nítida y acongojada, comenzaba a distinguir las palabras y, entonces, Corto se detuvo y se encontró delante de un patio, en la calle de Los Flores. Los tiestos de geranios tapizaban por completo las paredes de aquel patio oculto; había tiestos de todas las medidas y formas, pero todos, sin distinción, contenían los geranios más lozanos y variopintos que pudieran imaginarse: un hermoso espectáculo que se recortaba nítidamente contra el blanco de las paredes encaladas y el azul purísimo del retazo de cielo.
En el centro mismo del patio, iluminada por un haz triangular de sol cegador, había una mecedora de mimbre que chirriaba despacio y acunaba a un hombre muy anciano, de cara arrugada y con unas gafas muy gruesas de lentes oscuras. …»
El episodio de la linea de la fortuna:
“Corto Maltés cogió el estuche de cuero y lo abrió, el interior estaba revestido de terciopelo, un bonito terciopelo azul; contenía siete navajas de afeitar. Debajo de cada navaja estaba bordado el nombre de un día de la semana. Eran muy hermosas y cada una distinta de la anterior; la del lunes era de cerezo rojizo, la del martes era de raíz de nogal taraceada, la del miércoles de hueso blanco y pulido. La navaja del jueves tenía un precioso mango de concha, la del viernes era de acero brillante. Las más suntuosas eran, sin duda, las del sábado y el domingo: ambas eran de plata, pero mientras que la primera era completamente lisa, en la segunda, magníficamente tallada, se veía una escena de la caza del zorro, donde un nutrido grupo de caballos al galope seguía a la jauría de perros.
Como era sábado, Corto cogió la navaja lisa de plata, la pulió hasta hacer desaparecer el ennegrecimiento dejado por el tiempo y después de abrirla comprobó el filo: era perfecto. La empuñó con la mano derecha. La hoja destelló. Abrió la mano izquierda y, sin la menor vacilación trazó en ella un surco largo y profundo. Le faltaron las fuerzas, se le nubló la vista y perdió el conocimiento”
(Corto Maltés. La balada del mar salado, Hugo Pratt, Barcelona, Muchnik Editores, 1996)
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