Existe una consideración de carácter ucrónico muy extendida entre los estudiosos del principal monumento cordobés, la Mezquita, que ha acabado calando casi a la totalidad del resto de los niveles de conocimiento, hasta el punto de convertirse en un lugar común generalmente aceptado y que pone en circulación la pretensión de que si no se hubiera construido una catedral católica renacentista en su interior la Mezquita no habría sobrevivido.
El que esa historia contrafactual represente una visión claramente interesada de la historia del monumento y un intento de justificación de un atentado histórico de magnitudes colosales perpetrado por los propietarios del edificio en un momento de su historia, no parece disminuir su peso ni aún hoy día en la interpretación general del mismo. Hay además otro punto interpretativo muy extendido que se suma a esa defensa de la intervención y que resulta así mismo claramente falso: la construcción de la catedral se justifica al valorarla dentro del contexto histórico y de los parámetros conservativos del momento en que ocurrió.
Ambas interpretaciones relajantes son fácilmente desmontables usando una misma herramienta analítica: la historia del conflicto entre las autoridades civiles y las eclesiásticas por la conservación del monumento.
Efectivamente la relativamente abundante documentación sobre ese tema nos pone en contacto con una realidad muy distinta a la que proclaman los defensores y propagadores de la ucronía.
Un excepcional conocedor del monumento, Torres Balbás nos informa de que en fecha tan temprana como 1263 Alfonso X dispuso que todos los moros sirvientes de Córdoba trabajaran dos días cada año en la Iglesia Mayor, es decir, en la antigua mezquita, para que “sea más guardada, e no pueda caer nin destruirse ninguna cosa della.” No sólo eso sino que concedió franquicia de todo tributo a cuatro moros, dos albañiles y dos carpinteros, que labraban en el mismo edificio, privilegio confirmado en 1280. (1)
Es decir que los reyes cristianos eran muy conscientes del valor arquitectónico del monumento y sobre todo, de la unidad estilística que debía conservarse en el mismo. A ello parece responder primero la reserva por parte del rey Fernando III de sólo un pequeño y excéntrico espacio para el culto cristiano en el extremo oriental del muro de la qibla, la Capilla de San Clemente justo después de la conquista y la consagración, ya en tiempos de su hijo Alfonso X, en su interior primero de un espacio intacto, la Capilla Mayor, llamada de Villaviciosa como catedral e inmediatamente la construcción adosada a ella de la Capilla Real, en estilo islámico, aunque claramente almohade, más que probablemente por manos de alarifes mudéjares cordobeses.
Dos siglos después y tras varias pequeñísimas reformas que no alteraron el monumento comienza el verdadero conflicto entre por un lado los intereses eclesiásticos, siempre prestos a la demolición total de una mezquita que les incomodaba con su sola presencia (2) y por otro el municipio y la propia monarquía. El comienzo del conflicto aparece muy confuso pero lo que si es indudable es que la reina Católica no consintió el derribo de una parte (o tal vez toda) de la Mezquita para construir un templo catedral. El hecho de que en 1489 el obispo Iñigo Manrique consiguiera permiso para el desmonte de las columnas correspondientes a cinco naves (de la Capilla de Villaviciosa al muro occidental) y acotar el espacio con muros transversales para formar una nave gótica, parece hablar de que algo consiguieron ablandar a la reina y de que debió llegarse a esta solución de compromiso.
Pero las presiones continuaron por su tozuda pretensión de la Iglesia de no renunciar a contar con una catedral acorde con la importancia de la diócesis y conforme a las modas de la época: Capilla Mayor y crucero y nave suntuosos y monumentales. A la muerte de la reina volvieron a la carga con su nieto el emperador Carlos. Pero esta vez con quien hubo de enfrentarse la Iglesia fue con el propio Ayuntamiento de la ciudad que consideraba un gravísimo atentado la transformación del edificio heredado bajo el acerado argumento de que tal como estaba edificado era único en el mundo, y la obra que se dehace es de calidad que no podría volver a hacer en la bondad y perfectión de que está hecha (3) .
El polígrafo Rogelio Pérez Olivares lo contaba así en su guía La Mezquita de Córdoba: Contra el pensamiento del Obispo (que reclamaba una iglesia porque en aquel lugar se llevaban ya trescientos años de culto cristiano) se pronunció el pueblo: con el pueblo hizo causa común el Cabildo (municipal), que careciendo de facultad para oponerse a los deseos de la Iglesia, llegó a publicar que serían condenados a muerte los obreros que secundasen los deseos del prelado don Alonso Manrique. En vano se procuraron avenencias o posibles acuerdos entre los cabildos eclesiástico y municipal. Uno y otro mantenía resueltamente sus posiciones y después de dos años de discusión y apasionamiento sin columbrarse el más mínimo signo de concordia, la resolución del emperador Carlos V, a quien el Obispo había la cuestión, fue favorable a las obras. (4)
El héroe de esta lucha fue sin duda el Corregidor Luis de la Cerda, un personaje muy desconocido actualmente en la ciudad a pesar de ser titular desde no hace mucho del nombre de la calle que se extiende a lo largo del muro exterior de la qibla de la Mezquita. Ante el comienzo de las obras por cuenta y riesgo del cabildo catedralicio se reúne el cabildo municipal y acuerda solicitar su detención hasta que el rey no fuera informado y diera su consentimiento. Las causas que alega es el propio valor monumental de lo previsto a derribar y el hecho de que con anterioridad la reina Isabel negara permiso al propio cabildo para efectuarlas. Ante la negativa dle obispo, don Luis fue absolutamente contundente, como demuestra el dictado de la pena de muerte a los obreros que obedecieran al obispo, en su oposición a la destrucción parcial del monumento y se arriesgó y llegó a padecer la excomunión, algo letal en aquel momento. Esta actuación desmonta otra de las falacias justificativas, la de que se obró conforme a los criterios normales de la época. La feroz resistencia del corregidor y la mayoría del cabildo municipal de lo que habla es precisamente de lo contrario, de que el interés por derribar parcial o totalmente el edificio por parte de la Iglesia se contraponía a la lógica civil proteccionista y conservacionista basada en un sentido común extendido entre las autoridades del momento.
Es curioso que el propio Balbás, tras reunir todas estas pruebas, caiga también en la insostenible ucronía de la inviabilidad de la conservación del templo islámico sin la inclusión en su centro del católico cuando tras analizar la obra gótico renacentista final, a la que por cierto considera muy mediocre, termina diciendo: Sin embargo no hay que murmurar con exceso del templo catedralicio. Si en la Edad Media los monarcas castellanos aseguraron la existencia del oratorio islámico, en los tiempos modernos tan sólo el sacrificio de una parte aseguró de forma definitiva la existencia del resto. Y el precio no parece excesivo. Lo que no se compadece con las pruebas contrarias que ha ido dando.
El final de la historia es de sobra conocido. El Emperador da finalmente la razón a la Iglesia y en abril de 1543 comienzan los derribos. Varios cronistas han venido relatando a lo largo de los siglos siguientes cómo el Emperador se arrepintió posteriormente de haber dictado la real provisión para las obras cuando, años después, las visitó y pone en su boca las famosas palabras: Yo no sabía que era esto, pues no hubiese permitido que se llegara a lo antiguo; porque hacéis lo que puede haber en otra parte y habéis deshecho lo que era singular en el mundo (5) .
Como anota González Alcantud las fricciones entre cabildo catedralicio y autoridades civiles nunca cesaron del todo alcanzando hasta los días actuales en que tras ser declarado el monumento Patrimonio de la Humanidad su tutela patrimonial corresponde a la Junta de Andalucía que ha sentido frecuentemente la resistencia eclesial a que se inmiscuyera en los asuntos de su gestión.
Por otra parte la Iglesia ha generado su propia literatura interpretativa del monumento para contrarrestar las visiones laicas que pudieran erosionar su derecho absolutista a manejar su gestión o a entorpecer el proceso de desislamización total del monumento en que viene empleándose a fondo desde siempre, pero con especial incidencia en los recientes años que van desde la reinstauración de la democracia en España.
Así, el estudio más voluminoso que se ha publicado sobre la Mezquita ha sido obra del canónigo archivero Manuel Nieto Cumplido, publicado con el mutilado título de La Catedral de Córdoba. En él se vierten algunas atrevidas, confusas y tendenciosas teoría acerca del carácter último del monumento, minimizando al máximo la huella y el mérito de los constructores y el carácter original islámico del templo. Así, como apunta certeramente González Alcantud, frente al concepto de catedral el de mezquita queda disminuido en esta obra y, sobre todo, se elude explícitamente toda referencia a las polémicas constructivas que arrastra la misma desde el siglo XVI: no se hace referencia a éstas a lo largo de más de seiscientas páginas.
A la vista de una serie de factores estamos autorizados a pensar que la Mezquita de Córdoba podría haber corrido la misma suerte que la Gran Mezquita almohade de Sevilla si ello hubiera dependido exclusivamente de la voluntad eclesiástica. El profesor Antonio Almagro que ha estudiado las circunstancias de aquella demolición y de la construcción posterior de la catedral gótica en su solar, considera el hecho de que el cabildo catedralicio se viera obligado a argumentar fuertemente en 1401 el mal estado del edificio como excusa para su derribo. Ello parece apuntar a que debieron de existir fuertes resistencias a la destrucción del templo almohade sevillano, que se repitieron con el mismo éxito, aunque en este caso se tratase de un derribo parcial, en el cordobés.
Por otra parte el reciente hallazgo en un convento guipuzcoano de un plano con el diseño primitivo de la catedral sevillana que encargó el cabildo catedralico demuestra que la torre alminar que hoy forma el cuerpo principal de la Giralda estaba previsto ser demolida. Las presiones para impedirlo debieron de existir lógicamente, y lógicamente también debieron de ser lo suficientemente importantes como para impedir semejante atentado.
- (1) L. Torres Balbás: La Mezquita de Córdoba y Madinat al-Zahra, ed. Plus Ultra, 1965 (pg. 102). (VOLVER)
- (2) González Alcantud, José A. : Lo moro. Las lógicas de la derrota y la formación del estereotipo islámico, ed. Anthropos, 2002 (pg. 83). (VOLVER)
- (3) Rafael Ramírez de Arellano: Inventario monumental y artístico de la provincia de Córdoba, Servicio de Publicaciones de la Excma. Diputación de Córdoba, 1983 (1ª de 1904), Apéndice A, copia de una página del Libro capitular del Ayuntamiento correspondiente a 1523. (VOLVER)
- (4) Pérez Olivares, Rogelio: La Mezquita de Córdoba, Madrid, 1948. Citado por González Alcantud (pg. 84). El autor usa el documento del Archivo Municipal de Córdoba titulado Mandamiento de la Ciudad de Córdoba prohibiendo bajo pena de muerte a los albañiles, canteros, carpinteros y peones que fuesen a trabajar a la obra de la Catedral que se estaba deshaciendo para formar el Crucero, hasta que su Majestad dispusiese lo que había de ejecutarse. Caja C-100, doc. 2 y el titulado Real Provisión de Carlos I por la que declaró la Real Chancillería que el Señor Provisor de Córdoba hacía fuerza en no otorgar las apelaciones que había interpuesto el Ayuntamiento en el pleito que seguía con el Cabildo eclesiástico, de resultas del pregón que había publicado, prohibiendo continuar las obras del Crucero. Caja C-100, doc. 3. (VOLVER)
- (5) Ibid. Torres Balbás. (VOLVER)
DOCUMENTACIÓN ANEXA: (Origen: Rafael Ramírez de Arellano: Inventario monumental y artístico de la provincia de Córdoba, Servicio de Publicaciones de la Excma. Diputación de Córdoba, 1983 (1ª de 1904), Apéndice A, copias del Libro capitular del Ayuntamiento correspondiente a 1523.)
1. Cabildo de 29 de abril de 1523. Preside don Luis de la Cerda, Corregidor.
2. Cabildo de 4 de mayo de 1523.
3. Bando y Cabildo de 4 de junio
4. Resolución del rey Carlos a favor de la Iglesia.
Esta pelea de moros y cristianos sobre el hecho hoy indiscutible de que el edificio es una mezcla, tiene un injusto perdedor que es Hernán Ruiz. Me molesta y no comprendo que Balbás denigre el templo renacentista.
Para mí la obra de Ruiz es impecable, dejando a un lado los debates. Es tan respetuoso con la intervención que incluso deja arcos de forma milagrosa. él no rompe el espacio ni las perspectivas, lo que sucede es que hoy no lo podemos apreciar por la desgraciada colocación del coro, que es el que verdaderamente destroza la cosa.
Hernán Ruiz valora lo que tiene entre las manos y recuerdo que el minarete cordobés está dentro del campanario, y que la Giralda, que iba a ser derribada, lo único que hace es ponerle el remate.
Es cierto, a él le toca el encargo de romper la mezquita, pero no se le puede maldecir por ello, pues su trabajo es o hubiera sido excelente, si no se hubiera taponado con el coro oscuro y negro.
¡Caramba! Esto es en serio. Me gusta y mucho. Iré desgranando poco a poco tanta buena información. Quizás aprenda.
Luego, me parmito un comentaria propio del que apenas conoce poco, muy poco. No creo que ninguna intervención (como la que aquí se trata) hecha en un sitio de esta magnitud a lo largo de la historia sea negativa. Sostengo esto porque nosotros no podemos juzgar en términos del «hoy» lo hecho en el tiempo. Tenemos lo que tenemos y ello es «nuestro» patrimonio, el de todos. Mucho menos podemos permitirnos retrotraer el tiempo y pretender situarnos cinco, ocho o diez siglos atrás. Eso es un incordio, con todo respeto.
Los argentinos tenemos una frase popular «esta es la harina que hay para hacer el pan». Bueno, pidiendo disculpas, solicito se tome en cuenta la humilde opinión de un lego.
Bueno, amigo, precisamente lo que he pretendido demostrar es que no desde términos de hoy, sino justamente desde términos de su momento la destrucción de la parte central de la mezquita y la construcción de una enorme catedral gótico-renacentista en su centro, fue una aberración desde todos los puntos de vista. Si lees atentamente lo expuesto en esta entrada comprobarás que únicamente la jerarquía eclesiástica tenía interés en ello. En aquel momento, el ayuntamiento, el pueblo, parte del propio cabildo catedralicio, cosa que no aparece en la entrada, pero que parece ser cierta, y la propia monarquía eran perfectamente conscientes de que alterar gravemente la estructura del maravilloso edificio que habían heredado era eso: una aberración. Las condenas a muerte dictadas por el Corregidor a quien osase colaborar en ello hablan de una defensa feroz de esa idea.
Juzgar las actuaciones de personas concretas con poder de decisión y efectivo en un momento histórico determinado no es tan difícil. Sólo hay que contrastarlo con las opiniones y alternativas que se le opusieron.
Otra cosa sería que desde la actualidad se pretendiera enmendar lo hecho, que ha habido hasta recientemente partidarios. En los años 70 hubo algunos especialistas de primer nivel que propusieron la disociación de ambos, sacando la catedral y trasladándola a otro lugar. Pero eso será materia para otra entrada.
Un valor añadido a la antigua mezquita es la construcción del crucero, hace del monumento un ejemplo único de mezcla de arquitecturas, caer en la simplicidad de considerarlo un atentado cultural es como si planteasemos que el derribo de san Vicente también lo fuese en su día.
Muy interesante, pero el ejemplo sevillano parece apuntar justo a favor de esta teoría ucrónica: si no se hubiese autorizado reforma alguna, quizá la propia Iglesia se habría ocupado de que el edificio se deteriorase o, de cualquier modo, hubiera seguido ejerciendo presión, tal vez usando el argumento de ese deterioro, para acabar demoliendo el edificio en su totalidad, como ocurrió en Sevilla.
Dices que sólo la Iglesia estaba a favor de la tropelía… pero es que la Iglesia era el otro gran poder, junto al rey. A los hechos me remito, la Iglesia sola, fue capaz de salirse con la suya. Es decir, que era el poder más capaz y organizado.
Nunca sabremos qué habría pasado si en ese momento no se hubiese autorizado la obra, pero no me parece descabellada la hipótesis de que al final hubiese sido peor, precisamente por el inmenso poder eclesiástico y su centenaria perseverancia.